Prometeo desencantado

Prometeo está solo en mitad de la sala con una copa en la mano de la que ni siquiera bebe.
—Hola —le saludas tímido.

Ahora hecha un trago como si tu presencia le indujera a beber.

Me preguntaba sí podrías ayudarme. Sé que tu siempre lo has hecho con los hombres.

¿Y qué he ganado a cambio? —te pregunta.

No sabes qué responderle.

—Te lo digo yo: un mal de hígado —te dice irónico—. Os cree, os di el fuego, me la jugué dos veces por vosotros ante Zeus y vosotros, ¿qué hicisteis?

—Yo te lo diré —continúa—. Lo usasteis para mataros unos a otros, para arrasar pueblos. No, yo ya no me juego el cuello por nadie.

—Entonces, ¿por qué estás aquí? —le preguntas—. Estar aquí te convierte en sospechoso.

—A río revuelto… —no lo concluye—. ¿Te suena? Me he convertido en uno de vosotros. ¿No aprovecháis la guerra para ganar dinero? ¿No os aprovecháis de la gente que pasa hambre para obtener productos a mejores precios? Pues yo estoy aquí. Espero a ver qué sucede para saber en el bando que me conviene colocarme.

Te atreves a mirarle con desprecio.

—Es como funcionan las cosas allá abajo, ¿no? —te pregunta—. No importa el bien y el mal, importan tus propios intereses, lo que más beneficios te dé ¿no? Pues no vengas aquí a juzgarme.

Empiezas a sentir desprecio y no hacia él, sino hacia la humanidad. Sigue con su verborrea, aunque tú ni siquiera le escuchas (lo prefieres). Sientes la necesidad de alejarte de él o tu ya de por sí natural pesimismo, se verá incrementado. Al fondo ves salir a Hera de su palacio. Te hace un gesto para que te acerques. Lo haces dejando a Prometeo con las palabras en la boca.