Nada más abrir la puerta de tu oficina, sientes ese olor nauseabundo a humedad, a madera podrida al que no logras acostumbrarte.
Elevas ligeramente la persiana de ese céntrico barrio colmado de bocinazos y derrapar de ruedas.
Te sientas sobre la mesa de tu despacho y te acomodas con los pies sobre ella: el contestador marca un cero y detrás de la puerta no había sobre alguno.
Te enciendes un cigarro y lo dejas sobre el cenicero. Con los rayos del sol sobre tu cara, no tardas en dormirte. Tampoco tienes otra cosa que hacer. Hace ya meses que no te llega caso alguno. La separación de bienes ha arruinado a los detectives. Ahora la gente tarda tan poco en separarse que no hay nada que dividir cuando llega ese momento. Matarías por un caso como el de aquellas películas en blanco y negro que tanto te gustan. Ahora, los tiempos vienen para el sueño.
A las 9 de la noche, consideras que ya no tienes nada más que hacer allí. Vuelves a colocarte el sombrero y la gabardina y te dispones a salir. En ese momento ves que alguien ha introducido un sobre por la ranura de la puerta.
Es un sobre blanco, de un papel delicado y con un olor como a jazmín. No tiene remite alguno.